30.5.07


La exagerada subdivisión del pensamiento científico, por exigencias del practicismo y del predominio de la tecnocracia han obscurecido y complicado las especulaciones mentales, alejándonos de los conceptos de la unidad y ligazón de la fenomenología del cosmos. En cada fenómeno el pensamiento se abstrae y sutiliza hasta lo infinito para buscar el secreto íntimo y la ley honda que rige el fenómeno. La metafísica, de la que me has visto desdeñoso, era evidentemente un utilísimo poder de síntesis y de unidad, que diluía en la integridad ontológica la concepción global del cosmos y de la vida. La moderna orientación fragmentaria del pensamiento científico, excluye cada vez más las luminosas intuiciones de la imaginación, y el avance del conocimiento analítico nos sumerge cada vez más en los rincones del macrocosmos. Así como una gota de agua es un mundo, sí cada fenómeno, es decir, cada expresión de energía, por insignificante que parezca, es un mundo también para la investigación científica. La poesía y el mito no tenían los ojos de hormiga de la ciencia en la apreciación de detalle de la vida y del universo: los veían en su sintética expresión y en su abrumadora grandeza, y forjaban las explicaciones del conjunto hasta tropezar con la infranqueable valla del origen y del fin de las cosas. Hoy quizás estamos más cerca de la meta; en todos los sentidos a donde encaminamos la investigación divisamos la línea borrosa del horizonte terminal; pero la perdemos siempre, porque en la heterogeneidad de las direcciones investigatorias percibimos otros y otros fragmentos del horizonte. Antes, desde la altura de la metafísica y de la poesía abarcábamos la totalidad de la línea inalcanzable: hoy, a ras de la vida misma, sutilizando en el estudio, recorriéndola en todos sus accidentes y sinuosidades, avanzamos más de prisa en el conocimiento fragmentario; pero no aprehendemos en nuestra visión la totalidad circular sino solamente la porción de línea menos brumosa, pero más corta, del sector que tenemos ante nuestros ojos analizadores. Es decir, vamos a las soluciones fragmentarias y al agotamiento del misterio por parcialidades inconexas. Y pienso que solo volviendo a la metafísica y a la imaginación poética es que lograremos algún día conectar y enlazar todos los sectores quebrantados por innumerables soluciones de continuidad. En este sentido el esfuerzo más grande y genial de regreso a la metafísica que se ha producido es el realizado por Einstein, con su teoría reconstructiva y coordinadora de la fenomenología del universo.

De todas las conquistas del conocimiento científico de la materia, ninguno más trascendental que este secreto sorprendido a la naturaleza. Como si dijéramos, de su caja de valores, significado por el substratum de energía que es el radium. Y si ante tan espléndida y divina maravilla la ciencia no se atreve a forjar el concepto de la unidad, es porque su misma disgregación analítica la entraba y desconcierta para un esfuerzo de coordinación sintética, para el que no tiene todavía la documentación y el acervo de fenómenos necesarios. Creo que mi invento constituye una importantísima contribución a ese objeto. Pero con todo, creo que la ciencia sola no puede coordinar un sistema de nueva cosmogonía, y en buena cuenta, de nueva mitología o teogonía. Sería interesante saber cuál habría sido el concepto que el pueblo helénico hubiera forjado de sus divinidades, si hubiera conocido esta sustancia radiante—q’ acaso presintió Lucrecio—que es vida y que es muerte, que compendia y seguramente explicará todas las energías de la naturaleza. Si la ciencia tuviera el prestigio suficiente para enseñorearse del alma humana, forjar las religiones e imponer su explicación del universo, tendría que concebir la divinidad, autora y conservadora del Cosmos, como un infinito hálito de radium que lo compenetra todo, inclusive la propia entidad divina.

Zeus y Brachma, Zoroastro y Jehová, Dios y el Incognoscible, no serían sino la fuente eterna e increada del radium, principio polivalente de todas las formas y expresiones de la energía, fundamento básico de la vida orgánica e inorgánica, germen del ser, llámese átomo, que es la expresión inaprensible de la máxima simplicidad, llámese idea que es la otra extremidad divina del circuito de las posibilidades creadoras. Más allá no hay nada, porque nada hay que, al existir, no esté encerrado dentro del circuito eterno e infinito de esta energía que lo es todo, que se basta así misma, que es materia y es fuerza, que es creador y es creación, que es actividad inextinguible, y a la que corresponde mejor la legendaria representación simbólica del infinito, de la serpiente que se nutre de su propia cola, significando así, la infinitud cerrada y eterna de un Dios que vive y palpita dentro de su propia creación, de la que es inseparable. Si alguna limitación puramente ontológica podemos encontrar a la divinidad así concebida es la que emana de su propia esencia infinita: la impotencia de destruirse.

Te brindo, pues, para que te pongas a despotricar un rato, y después te confieses lo suficientemente idiota para no comprenderla y reírte de mí, esta teoría radio—panteísta, sobre la que no quiero explayarme más, porque ya estoy cansado. Si algún día tengo tiempo la expondré con profusión de observaciones e hipótesis, apoyadas en interesantes experimentos y en comprobaciones de orden matemático que, desde luego, no estarán al alcance de un pobre surcidor de muros de ladrillo o de cemento armado. Pongo fin a mi divagación, hasta mañana o pasado en que terminaré el relato comenzado hoy.— Rolland.

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